Fe Radical: del Infierno a la Vida Eterna

por | Vida espiritual

Nota del editor: Lo que sigue es una adaptación de una charla dada por el Dr. Michael A. Dauphinais en la parroquia Ave Maria, Florida, el 31 de marzo de 2025. El video original está disponible (en inglés) en https://vimeo.com/1070054975

El Dr. Michael A. Dauphinais es director del Departamento de Teología en Ave Maria University, donde ocupa la cátedra Padre Matthew Lamb de Teología Católica y codirige el Centro Tomista de Renovación Teológica. También es el conductor del podcast Catholic Theology Show, disponible en tu plataforma de podcast favorita.

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Es una alegría estar con ustedes. Hace dos meses y medio, el padre Vidal me pidió que diera estas charlas, y ese mismo día me senté a esbozar un esquema para tres días. Quería seguir el camino de Dante: salir del exilio infernal, atravesar los desafíos del purgatorio y llegar a la paz del cielo.

Mientras pensaba qué compartir, me di cuenta de que necesitaba predicarme a mí mismo una misión cuaresmal. Yo también necesitaba volver a casa, al Padre. Así que preparé este retiro para hablar de aquello que yo mismo necesitaba oír, y eso es lo que quiero compartir con ustedes esta noche.

Desde que hice ese esquema inicial, he pasado muchos días trabajando y reescribiendo estas charlas. Mi esposa puede dar fe de ello. Incluso durante las vacaciones de primavera, cuando estábamos en Michigan al lado de la cama de hospital de nuestro nieto tras una cirugía a corazón abierto, seguía dando vueltas en mi mente: “¿Qué puedo decir? ¿Qué valdría la pena? ¿Qué podría ayudarnos a volver a casa, al Padre?”

Les pido que no escuchen esto comparando, sino tratando de identificarse. No les pido que estén de acuerdo —eso depende de ustedes—, pero sí les pido comprensión. Empecemos.

Despertar con Amnesia

Cierren los ojos un momento e imaginen que despiertan rodeados de personas que no reconocen. Les dicen que son su padre, su hijo, su esposo… pero ustedes no recuerdan nada. Ni siquiera saben quiénes son. Solo recuerdan una cosa: que cuando despertaron, alguien entró en la habitación y les susurró: “Van a venir personas que te dirán que confíes en ellos. No confíes en nadie”.

¿Qué harían?

O imaginen que uno de sus seres queridos despierta en una cama de hospital. Te dicen que acaba de recuperar la conciencia. Ustedes entran, pero no los reconoce. Le suplican: “Confía en mí, puedo ayudarte”, pero no puede. Alguien también se les adelantó y le susurró: “No confíes en nadie”. Ni siquiera sabe quiénes son.

Ahora imagina lo mismo, pero esta vez despiertas esposado a una cama. No estás en un hospital: estás en una prisión. Y después entra alguien, te quita las esposas, deja la llave sobre la mesa y te dice: “Ven, sígueme.”

Quizás no sepamos con certeza cómo reaccionaríamos, pero sí sabemos lo que haría Dios si sus hijos despertaran con amnesia, si se olvidaran quién es Él, si olvidaran quiénes son ellos: Él vendría a rescatarlos! Y eso es justamente lo que está haciendo!

Pero si seguimos prestando atención a esa voz —la que dice: “No confíes en Dios, no confíes en nadie, hazlo solo”— acabamos viviendo en un autoexilio, alienados, separados de Dios.

El Camino de Regreso al Padre

Hoy quiero reflexionar sobre ese camino de regreso al Padre, donde descubrimos una confianza radical en Dios y en sus planes.

¿Qué quiero decir con “radical”? Me refiero a una confianza tan grande en Dios que no necesito que nada cambie. No necesito que cambie mi trabajo, mis hijos, mi esposo o esposa, mis padres, mi país, la Iglesia o el obispo… no necesito que nada sea distinto para confiar plenamente en Dios.

Fe radical. Esperanza radical. Amor radical.

  • Fe radical: Creer tan completamente en todo lo que Dios ha revelado que no necesito que nada sea distinto.
  • Esperanza radical: Tener tanta confianza en que Dios me llevará a casa que no necesito que nada sea distinto.
  • Amor radical: Amar a Dios, a mi prójimo y a mí mismo tal como somos ahora, sin necesidad de que nada cambie.

Este es un camino cuaresmal: del miedo a la fe, de la desesperación a la esperanza, del resentimiento al amor. De nuestro exilio infernal a nuestro hogar celestial.

Como dijo Santa Teresita del Niño Jesús: “El mundo es tu barco, no tu morada.”

¿Qué es la fe?

San Juan Pablo II escribió que el Evangelio es “el anuncio ardiente y primero que conmueve profundamente a una persona y la lleva a decidirse a confiarse a Jesucristo por la fe.”

¿Alguna vez te sentiste conmovido hasta lo más profundo por el Evangelio?

 

¿Alguna vez tomaste la decisión de confiarte totalmente a Jesucristo por la fe?

La fe tiene que ver, ante todo, con la identidad. Cuando confías en alguien, sabes quién es. Sin fe, ya no sabemos quién es Dios… ni quiénes somos nosotros. Peor aún, terminamos creyendo mentiras sobre ambos.

La reflexión de hoy sobre la fe radical —ese paso del infierno al cielo— se centra en cuatro preguntas esenciales:

¿Quién es Dios?

 

¿Quiénes somos nosotros?

 

¿Quién es Jesús?

 

¿Y qué haremos al respecto?

¿Quién es Dios?

El Catecismo, en el número 399, dice que uno de los efectos más grandes del pecado original es que olvidamos quién es Dios. En vez de verlo como un Padre amoroso y digno de confianza, lo vemos como un tirano lejano. Igual que Adán y Eva, que se escondieron tras pecar, nosotros también nos escondemos. Olvidamos que Él es amoroso y misericordioso.

Hay cuatro mentiras muy comunes que la gente cree sobre Dios:

  1. Dios no existe.
  2. Dios existe, pero no se interesa por mí.
  3. Dios es cercano, pero está decepcionado conmigo—es severo, exigente, imposible de agradar.
  4. Dios es “buena onda”. Le caigo bien. Todo está bien.

Todas esas son mentiras.

En un episodio reciente de mi podcast entrevisté al Dr. Robert Redfield, ex-director del CDC durante el primer gobierno de Trump. Él contó cómo pasó de ser un católico solo de nombre a centrar su vida en Cristo.

En los años 80, siendo uno de los principales investigadores durante la crisis del SIDA, fue invitado a una conferencia en el Vaticano, donde se reunió con el Papa Juan Pablo II. Redfield llegó preparado para decirle al Papa todo lo que la Iglesia tenía que hacer para detener la propagación del virus. Pero Juan Pablo simplemente le dijo: “Dr. Redfield, usted tiene una idea equivocada de Dios. Dios no es una fuerza o energía. Dios es una persona. Tiene que entender eso.”

Redfield supo en ese instante que el Papa tenía razón. Había creído que Dios era impersonal. No creía en la oración. Pero el Papa también le dijo: “La oración es la herramienta más poderosa que tenemos.” Y supo que eso también era verdad.

Juan Pablo le dijo además: “El sufrimiento no carece de valor. El sufrimiento puede ser redentor.” Pero ahí, Redfield respondió: “No creo en eso. No creo que haya valor en el sufrimiento de mis pacientes.”

(Para ver cómo se resuelve esa historia, tendrás que esperar a la charla de mañana sobre la esperanza.)

Toda la Biblia es la historia de Dios dándonos chances para recuperar nuestra identidad. Sus hijos sufren amnesia espiritual. No confían en Él. Pero Él no deja de luchar por recuperar su confianza.

En Éxodo 34, después del becerro de oro, Dios revela su forma de ser a Moisés diciendo: “El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira, rico en amor y fidelidad, que perdona la maldad, la rebeldía y el pecado.” Así es Dios.

En Jeremías 29, 11, Dios les dice a los exiliados: “Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza.”

En Hebreos 11, 6 leemos: “Quien se acerca a Dios debe creer que Él existe y que recompensa a quienes lo buscan.” O dicho de otro modo: Él rescata a quienes lo buscan.

Cuando crece nuestra fe, disminuyen nuestros miedos.

¿Quienes somos nosotros?

El mismo tentador que susurró “No confíes en nadie” también dijo: “Serán como dioses” (Génesis 3:5). Y le creímos.

Vivimos bajo la ilusión —o mejor dicho, la mentira— de que podemos controlarlo todo. Creemos que podemos cargar con el peso del mundo. Intentamos hacer que todo dependa de nuestras propias fuerzas o capacidades. Pero es una carga que no podemos sostener, y sin embargo no sabemos cómo soltarla.

G.K. Chesterton, cuando le preguntaron “¿Qué está mal en el mundo?”, respondió simplemente: “Yo.” Esa es la respuesta. Si tuviera todo el poder del mundo, igual no sabría cómo traer verdadera justicia. No sabría cómo corregir lo que está roto.

Nuestro orgullo alimenta los conflictos, las discusiones, el aislamiento. Tenemos que reconocer que hay algo en nosotros que está más roto de lo que queremos admitir.

La Iglesia siempre ha sido clara con esto, aunque a veces se nos olvida. Al comenzar cada Misa decimos: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.”

Ir a Misa es decir: “Me rindo. No sé vivir bien mi vida. La arruino todo el tiempo.” La fe empieza una vez que aceptamos nuestra bancarrota espiritual.

Uno de los desafíos es que vivimos en un mundo marcado por 2.000 años de cristianismo. Nos olvidamos de lo realmente radical y novedoso que fue el Evangelio enseñado por Jesucristo. Hoy nos parece obvio que los pecados pueden ser perdonados. Pero eso nos vino con Jesús.

Intentemos comprender la profundidad de nuestra situación con algunas imágenes.

Imagina que estás en una estación espacial, a punto de salir a una caminata espacial sin la linga de amarre. Estás agarrado con tu mano a la nave. Mientras te mantengas agarrado, estás a salvo. Pero luego de un rato te aburres. Quieres sentirte libre. Así que te sueltas.

Al principio flotar es emocionante… pero pronto te das cuenta de que no hay forma de volver. Puedes patalear, mover los brazos, tratar de hacer todo lo que sea, pero no hay nada contra lo cual impulsarte. Seguirás flotando cada vez más lejos…

Eso es el pecado. Es decir: “Quiero ser feliz lejos de Dios.” Pero una vez que nos separamos, ya no podemos volver por nuestros propios medios. Estamos perdidos en el espacio.

Ahora piensa en una vela. Todavía conservo mi vela bautismal de hace 52 años. Cuando llegamos a la edad de la razón —10, 12, 13 años— Santo Tomás de Aquino dice que cada uno tomamos una decisión: ¿Será Dios nuestro fin último, o nos elegiremos a nosotros mismos?

Sin la gracia, dice Santo Tomás, siempre nos elegiremos a nosotros mismos. Yo sé que lo hice. Apagué mi vela.

¿Y ahora? Imagina que intentas volver a encender esa vela. ¿Podés hacerlo con tus propias fuerzas? Soplando fuerte? ¿Entre todos juntos? ¿Concentrándote mucho? ¿Con un programa de autoayuda? ¿Y si probamos sacrificando un cabrito?

No. Sin otro fuego, no se puede encender.

C.S. Lewis, en Mero Cristianismo, escribe sobre esta idea de bancarrota espiritual. Estar en bancarrota no significa que debes algunas cuotas. Significa que, ni aun trabajando y ahorrando toda tu vida, no podrías pagar tu deuda.

La fe reconoce: La vida para la que fui creado está completamente fuera de mi alcance. Soy totalmente incapaz de recuperarla por mí mismo.

San Agustín decía: “El placer se volvió hábito; el hábito no resistido se volvió necesidad.” Nuestros pecados se vuelven costumbre. Las costumbres se vuelven cadenas. Quedamos atrapados en patrones que no podemos romper, alejándonos cada vez más, sin poder volver a encender nuestra vela.

Otra imagen. Aquí tengo un cuaderno con mi nombre. Imagina que contiene toda mi historia de vida. Lo abro y veo: orgulloso, iracundo, lujurioso, envidioso, glotón, codicioso, perezoso. Los siete pecados capitales. Podría nombrar otros más concretos… pero no quiero darle ideas a los jóvenes. Digamos que fue por la gracia de Dios que no terminé en un correccional de menores.

Tenemos que ser sinceros: no estamos bien sin la misericordia de Dios. Cuando me presento a alguien, debería decirle: “Hola, me llamo Michael… y soy un problema. Si me conoces, tu vida se va a complicar.” No soy siempre confiable.

Como dice la oración de San Felipe Neri: “Jesús, no confíes en mí, porque te voy a traicionar.” Antes pensaba: “Yo no negaría a Jesús como lo hizo Pedro”… Pero quizás sí lo haría.

En El Gran Divorcio, C.S. Lewis hace que un personaje diga: “Todo lo que hago está mal para ti,” y su hermano le responde: “Todos nos equivocamos. Ese es el gran chiste. No hace falta seguir fingiendo que uno tenía razón. Después de eso, se puede empezar a vivir.” Ese es el gran chiste. Todos nos equivocamos. Y una vez que admitimos nuestra completa bancarrota delante de Dios, podemos empezar a vivir.

¿Quién es Jesús?

Ahora que hemos reconocido quién es verdaderamente Dios y quiénes somos nosotros, podemos entender el papel esencial de Jesucristo para cerrar esa brecha —que parece imposible— entre Él y nosotros.

Antes mencioné cómo Dios se revela a Moisés —y a lo largo de toda la Escritura— como lleno de amor constante y fidelidad. Las palabras en hebreo son hesed va emet: misericordia y verdad.

En Juan 1, 14 leemos: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.” Las palabras en griego reflejan las del hebreo. Jesús está lleno de misericordia y fidelidad. Él es la encarnación viva de lo que Dios es.

El padre John Riccardo resume bellísimamente el mensaje que Jesús nos vino a traer en esta frase: “Tenés una idea equivocada del Padre. No lo conoces como yo lo conozco.”

Santo Tomás de Aquino define la fe como una visión indirecta: tener fe es creer en la visión de quien sí ve. Nosotros confiamos en la visión que Jesús tiene del Padre.

Santa Catalina de Siena escribió estas palabras que escuchó de Dios: “Yo, Dios, soy el que soy. Y tú, Catalina, eres la que no es.” Eso es todo lo que necesitamos saber. Dios es. Yo no soy. Eso hace fácil confiar en Él.

Santa Catalina también escribe que Dios nos creó para participar de su misericordia y fidelidad. Pero nos alejamos. Y al alejarnos de Dios, también nos perdimos a nosotros mismos y a los demás.

Nuestros cuerpos se rebelan contra nosotros, igual que nosotros nos rebelamos contra Dios. Nos enfrentamos unos a otros, así como nos enfrentamos a Dios.

Estamos varados en una isla, rodeados de un río furioso y creciente. Se sigue desbordando. No encontramos seguridad. Nos estamos ahogando.

Pero Dios dice: “Quise deshacer estos males por ustedes, así que les di un puente: mi Hijo. Para que pudieran cruzar este mar tormentoso de la vida sin ahogarse.”

Jesús es ese puente que une el cielo y la tierra. Un extremo está afirmado en la eternidad —su naturaleza divina. El otro, plantado en nuestro exilio —su humanidad.

Jesús es la luz eterna. Entra en nuestro mundo. Dice la verdad. Ama. ¿Y qué hacemos nosotros? Lo apagamos.

En 2 Corintios 5, 21 leemos: “Al que no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros.” Una traducción más precisa diría: “Lo hizo ofrenda por el pecado por nosotros.” Él murió verdaderamente. Cuando a su cuerpo le faltó oxígeno, sangre, integridad, murió… como nosotros moriríamos.

Pero como Jesús es la luz del mundo, cuando entró al sepulcro, volvió a encenderse. Resucitó.

La Vigilia Pascual celebra la llegada de esa luz. Jesús, la luz resucitada, envía al Espíritu Santo a sus seguidores. Sopla sobre ellos. En Pentecostés, descienden lenguas de fuego. La llama del Espíritu Santo, dada en la creación, se restaura en nuestra recreación por Cristo.

La Resurrección es el “Big Bang” de la nueva creación.

¿Qué haremos al respecto?

Ahora que hemos meditado sobre quién es verdaderamente Dios, quiénes somos nosotros y quién es Jesús como el puente entre ambos… enfrentamos la pregunta más importante: ¿Qué haremos con esta revelación? ¿Cómo vamos a responder a esta invitación a volver a casa?

Tomemos otra imagen. Ahora tengo un cuaderno distinto. Este cuaderno pertenece a Jesús. Y si lo abrimos, encontramos: fidelidad, misericordia, amor, confianza, obediencia, entrega. La historia de alguien que dio su vida por Dios y por los demás.

San Pablo escribe en la carta a los Romanos que “Dios nos demostró su amor en que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores”. Cuando Jesús estaba en la cruz, no guardaba rencor. Rezaba: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” No era orgulloso, ni lujurioso, ni envidioso. Los que lo crucificaron sí lo eran, pero Él estaba lleno de amor: por ellos y por el Padre.

Entonces, ¿qué vamos a hacer nosotros?

El Concilio de Trento, en respuesta a las polémicas de la Reforma, declaró: “La fe es la raíz y el fundamento de nuestra justificación.” No es sola fides —fe sola— pero sí es prima fides —la fe es lo primero. Después vienen las obras y el mérito. Pero todo comienza con la fe.

Santo Tomás decía: “La fe hace presente en nosotros la vida eterna.” Cuando creemos, lo que creemos se hace presente en nuestra alma. La vida eterna entra en nosotros. Sin fe, seguimos en un estado infernal de separación.

La fe dice: No puedo. No puedo amar a Dios más que a mí mismo. No puedo amar a mi prójimo como a mí mismo. Ni siquiera puedo amarme bien a mí mismo. Pero también dice: Dios sí puede. Y yo voy a dejar que Él lo haga. Y al rendirnos así, recibimos una nueva identidad en Cristo.

Santo Tomás enseña que, al ser bautizados, la pasión de Cristo se comunica a nosotros —como si nosotros mismos hubiésemos sufrido y muerto. Somos liberados de toda deuda de castigo por nuestros pecados —como si nosotros hubiésemos ofrecido el sacrificio.

Entonces, imagina abrir ahora el cuaderno con mi nombre: Michael Dauphinais.

Por la fe y el bautismo, al abrirlo ya no ves: orgulloso, envidioso, lujurioso. Ves: perdonado, fiel, confiado. Ves a Jesucristo. La llama que arde en mi vela tal vez parezca Michael Dauphinais… pero en realidad, es la luz de Cristo. Y el Padre le dice a cada uno de nosotros, como le dijo a Jesús: “Tú eres mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias.”

Si nos rendimos en la fe, recibimos la identidad de Jesucristo. Como dice Gálatas 2, 20: “He sido crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.”

El cristianismo exige que sostengamos dos verdades muy profundas:

 

  • Somos más pecadores y débiles de lo que jamás imaginamos.
  • Pero somos más amados y aceptados en Jesucristo de lo que jamás nos atrevimos a esperar.

Esta historia de fe es, al final, una historia para recordar

Recordar quién es Dios.
Recordar quiénes somos nosotros.
Recordar lo que Él ha hecho.
Renunciar la mentira de que somos nuestros propios dioses.

El Credo como Llave

En la Vigilia Pascual, renovamos nuestras promesas bautismales con el Credo de los Apóstoles. El Credo se convierte en la llave de nuestra nueva identidad.

G.K. Chesterton decía: “El Credo es como una llave. Tiene una forma definida —una forma que nunca se nos habría ocurrido— y abre una puerta.”

Y si estás en una prisión, una llave es algo hermoso. El Credo es nuestro camino de salida del exilio. Abre la puerta a nuestro verdadero hogar.

Jesús dice: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Voy a prepararles un lugar.” Nosotros pensamos que la puerta está cerrada, pero en realidad, estamos encerrados en nosotros mismos. Jesús ya abrió la puerta de la casa del Padre para cada uno. El Credo es la llave que nos libera.

Santa Teresita del Niño Jesús, cuando luchaba con la fe, recibió de su confesor el consejo de rezar el Credo de los Apóstoles. Al final de su vida, muriendo de tuberculosis y escupiendo sangre, escribió el Credo… con su propia sangre. Tanto significaba para ella.

En la Vigilia, cuando rezamos el Credo, se nos pregunta:

¿Renuncias a Satanás? ¿A todas sus obras? ¿A sus falsas promesas

 

¿Renuncias a las mentiras sobre el Padre, sobre nosotros mismos y sobre Jesús?

Y luego:

¿Crees en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?

 

¿Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor —que nació de la Virgen María, padeció, murió, resucitó y está sentado a la derecha del Padre?

 

¿Crees en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna?

Si respondemos que sí, estamos recordando. Recordando quién es Dios, quiénes somos y lo que Él ha hecho. Estamos recordando que aquella primera voz que escuchamos —la que decía “No confíes en nadie, tu Padre te miente, tienes que hacerlo solo”— era la voz de un mentiroso. Y lo rechazamos.

Pedir el Don de la Fe

La fe es un don. Pidámosla. Pide más. Mucha más. Pide una fe radical: una fe tan profunda que no necesites que nada cambie para poder confiar en Dios.

C.S. Lewis lo expresó a la perfección: “Creo en el cristianismo como creo que ha salido el sol: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.”

Para Reflexionar

Entonces, para terminar, quiero invitarte a transformar esta enseñanza en una práctica personal y espiritual: tu respuesta.

Cada uno tiene que recorrer su propio camino de regreso a casa.

Pregúntate:

¿Qué me está diciendo Dios hoy?

 

¿Hay algo que todavía no le entregué?

 

¿Hay alguna parte de mi vida que me da vergüenza —algo que oculto a Dios y a los demás?

 

¿Hay alguna área que todavía intento controlar?

Tal vez ya le entregaste el 90% de tu vida… pero hay un 10% que todavía quieres manejar tú solo.

Ahora es el momento de hacer silencio y preguntarle a Dios:

¿Qué puedo hacer para crecer en la fe radical?

 

¿Cómo puedo recuperar la verdadera imagen de Dios como Padre amoroso?

 

¿Cómo puedo confiar en Jesús como el guerrero que ha vencido al mal para liberarme?

Pídele que te muestre el camino de regreso.

Pide la gracia de renovar tu bautismo.

Pide el valor de confesarte si hay algo que aún no te animás a confesar.

Pídele a Jesús que lo lleve por vos.

Sigamos ahora en oración silenciosa, pidiéndole a Jesús y al Espíritu Santo que nos hablen al corazón sobre nuestra verdadera identidad, y sobre la identidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Escuchemos al Señor hablándonos mientras escuchamos las palabras de la canción «Sublime Gracia» (en inglés: Amazing Grace) —la expresión perfecta de nuestro viaje del exilio al hogar:

Sublime gracia del Señor,
Que a un infeliz salvó;
Fui ciego, mas hoy veo ya,
Perdido y Él me halló.


Su gracia me enseñó a temer,
Mis dudas ahuyentó;
¡Oh cuán precioso fue a mi ser
Cuando Él me transformó!


El Señor prometió el bien,
Su palabra mi esperanza será;
Mi escudo y porción Él será
Mientras la vida durará.


Y cuando en Sion por siglos mil
Brillando esté cual sol,
Yo cantaré por siempre allí
Su amor que me salvó.